POR: DON MAQUI

 

En Nuevo León hay heridas que no sangran, pero duelen, y una de ellas podría ser, si se consuma, el cierre de La Pastora, ese pulmón verde, ese zoológico de infancia, ese rincón donde generaciones enteras aprendieron a mirar de frente a un elefante y a respetar la vida, hoy pende de un hilo burocrático, clausuras, inspecciones, especulaciones… todo bajo una nube que huele más a negocio que a protección.

 

Cerrar La Pastora sería, en sentido figurado, un genocidio emocional, un crimen contra la memoria colectiva, ¿Cuántos niños de Guadalupe, Monterrey, Apodaca o Escobedo no conocieron ahí su primer contacto con la naturaleza? ¿Cuántos padres no enseñaron ahí, con un helado en la mano, el valor de cuidar lo que es de todos? Matar La Pastora sería matar ese sentimiento de pertenencia, ese “vamos al parque” que era promesa de alegría, convivencia y orgullo local.

 

Y aquí surge la pregunta incómoda: ¿dónde están los ambientalistas? ¿Dónde los “verdes” que se encadenan a los árboles para salir en la foto, pero guardan silencio cuando el árbol cae bajo intereses mercantiles? El silencio ecologista frente al posible cierre de La Pastora es tan estridente como las sierras eléctricas que suelen justificar.

 

El solo hecho de especular con transformar ese espacio es tenebroso., es pensar con el bolsillo, no con el corazón, es borrar con una retroexcavadora lo que generaciones construyeron con afecto, porque La Pastora no solo fue un parque: fue una escuela sin aulas, una reserva sin egoísmo, un símbolo de identidad regiomontana era, y sigue siendo, una catedral verde en medio del concreto.

 

Ojalá las autoridades entiendan que cerrar La Pastora no sería una decisión administrativa, sino un acto de traición al alma colectiva de Nuevo León, porque hay cosas que no se venden, ni se cambian, ni se sustituyen por acero ni por concreto, La Pastora es una de ellas.