Por: Jesús Ortega Martínez

En la situación política y social más difícil que ha vivido el país en las últimas décadas, ha surgido una verdad, que a fuerza de engaños y mentiras, había permanecido oculta.

Esto es: La mayoría de las y los mexicanos se han dado cuenta, por fin, que el nuevo gobierno es un fraude, que no hay conducción política, y que el presidente López Obrador ejecuta una agenda tan propia, que nada o muy poco, tiene que ver con las necesidades de la gente y del país.

Mientras López Obrador lleva rigurosamente a cabo las mañaneras y en ellas habla sobre temas que son vanos y pueriles; mientras debate con sus fantasmas y pelea contra molinos de viento; mientras realiza sus giras menospreciando, en la fase aguda de la pandemia, las más elementales reglas de sanidad; mientras desoye y minusvalúa a los propios integrantes de su gabinete; mientras desdeña socarronamente a sus críticos e ipso facto desecha cualquier sugerencia de la oposición partidista y ciudadana; mientras todo esto sucede con el presidente, el país se debate en una emergencia sanitaria en extremo delicada, y la gente, la mayoría, se queda sin ingreso y sin posibilidad de satisfacer sus necesidades básicas, vitales. Las empresas cierran, el gobierno suspende labores, y ante ello López Obrador hace abstracción de lo que viven millones de micro empresas y millones de personas que pierden sus empleos o quedan en suspenso sus trabajos.

Desde luego que esta ausencia de gobierno federal y esta nulidad en un presidente ya se había presentado antes en nuestra historia como país.

En realidad, han sido varias las etapas históricas en donde esta ha sido la constante, pero parecía que el Estado había adquirido suficiente solidez en muchas de sus instituciones por lo que se consideraba difícil que alguna circunstancia, así fuese muy compleja, las debilitara y volviéramos a los tiempos de una inexistencia real del Estado. Y pues sí, contra esta consideración, el hecho es que en México el gobierno ha declinado sus responsabilidades principales y durante 16 meses de López Obrador en la presidencia, el país transita sin rumbo.

El presidente trasmite ausencia de gobernabilidad democrática, evidencia desprecio a las normas, aun se trate de la constitución, y procura con el uso de todos los medios posible y el uso discrecional del presupuesto, hacer prevalecer sus caprichosas ocurrencias.

Eso sucedió desde el principio de su gobierno, especialmente con la suspensión de las obras del AICM en Texcoco, y continúa hasta ahora, en marzo del 2020, con su deplorable acercamiento a uno de los grupos más dañinos, violentos, agresivos de la delincuencia organizada. Su presencia -en medio de la crisis sanitaria- en Badiraguato para reafirmar, así parece, un acuerdo con el cártel de Sinaloa, trasmite que al presidente le importa un pito la salud de la población, comunica un sentimiento de valemadrísmo ante los daños que ocasiona la pandemia, y además una irrefrenable actitud egoísta, es decir, la de evidenciar, que nada se encuentra sobre su poder, sus intereses, sus caprichos, sus locuras.

Las medidas de emergencia sanitaria que anunció el secretario de relaciones exteriores, dan cuenta de la anarquía presente en el propio seno del gabinete, pero también de que son tardías las medidas anunciadas, pues antes de este evento, la gente, en una parte importante, ya había adoptado con atingencia acciones de prevención como igual habían hecho alcaldes, la mayoría de los gobernadores, fuerzas de la oposición y múltiples organizaciones de la sociedad civil.

Lo mismo sucede con el supuesto acuerdo de “unidad nacional” que a tropel organizó la Señora Olga Sánchez Cordero y que responde más a los señalamientos que ha recibido desde la prensa y las redes sociales sobre su inacción casi absoluta y sobre el menosprecio de que ha sido objeto por el propio López Obrador.

No hay gobierno, pero el conjunto de la sociedad hará que México pueda salvar este momento tan difícil y que la gente pueda salir adelante.